(…) Estábamos ya de mañana prontos a partir, cuando le envió al capitán general el recado de que por amor suyo, aguardase dos días hasta que recogiese el arroz y las demás cosechas; rogándole le prestara también algunos hombres de ayuda, pues así despachaban más rápido y él mismo quería convertirse en nuestro piloto.
Mandole algunos hombres el capitán, pero tanto comieron y bebieron los reyes, que el sueño los postró todo el día. Hubo quien, para excusarlos, dijo que se habían encontrado mal. Aquel primer día, los nuestros no hicieron nada; pero los dos siguientes sí trabajaron. Uno de aquellos indígenas trajo una escudilla con arroz, más ocho o diez higos -todo atado- y pretendía el trueque por un cuchillo de los que valen tres cuatrines, lo menos. Comprendiendo el capitán hasta qué punto le interesaba el cuchillo a aquél, le llamó para disuadirle. Echó mano a la escarcela y quiso darle por su arroz un real: negose. Le mostró un ducado: tampoco. Al final, se avenía a darle un doblón de dos ducados. Nada le importaba, salvo un cuchillo y así, logró que se lo dieran. Habiendo desembarcado otro de los nuestros, por la provisión de agua, uno de la isla también quiso entregarle una corona de oro macizo, bujada, tremenda de tamaño, a cambiar por seis sartas con cuentas de vidrio; pero el capitán se opuso a la operación, para que prevaleciera su principio de que tasábamos en más nuestras baratijas que su oro. Estos pueblos son paganos; andan pintados y desnudos con sólo un jirón de tejido vegetal tapándoles las vergüenzas; son desenfrenados bebedores. Sus mujeres cúbrense de la cintura para abajo, también con telas arbóreas y les llegan hasta el suelo los cabellos negrísimos; llevan taladradas las orejas y llenas de oro. Mastican sin cesar una fruta llamada areca, que recuerda a los peros en la forma: La parten en cuatro trozos, envolviéndolos después en las hojas de su tronco, llamado betre -que tiene el tamaño de las de la morera-, máscanlo todo y, cuando se ha formado ya en la boca una especie de papa, la escupen. Les queda aquélla encarnadísima. Todos los pueblos de esta parte del mundo lo toman, porque refresca considerablemente el corazón. Si dejasen de tomarlo, morirían.
En esta isla hay perros, gatos, cerdos, gallinas y cabras; arroz, jengibre, cocos, higos, naranjas, limones, mijo, panizo, cera y mucho oro. Está a nueve grados y dos tercios de latitud Norte y a ciento sesenta y dos de longitud de la línea de repartición y a veinticinco leguas de la Acquada; se llama Mazana.
Siete días paramos, pues, en total. Al término, seguimos el soplo del mistral, pasando junto a cinco islas: Ceylon, Bohol, Canighan, Bagbai y Gatighan. En esta de Gatighan hay murciélagos como águilas de grandes; no queríamos detenernos y sólo dimos muerte a uno: sabía a gallina. Abundan las palomas, tórtolas, papagayos y ciertas aves negras, gallináceas también, con buen cuerpo y larga cola. Estas ponen huevos enormes, como de ánsar, escóndenlos bajo la arena y el calor los incuba. Los pollitos salen así, sacudiéndose la arena. Los huevos son comestibles. De Mazana a Gatighan quedan veinte millas. Al salir hacia poniente desde Gatighan, el rey de Mazana no pudo seguir nuestra andadura; de forma que nos decidimos a esperarle entre las islas de Polo, Ticobon y Poxon. Al reunírsenos, se maravillaba de nuestra velocidad. Invitole el capitán general a que subiese en su nao con algunos de sus jerarcas, y le plugo sobremanera. Así arribamos a Zubu, que está a 15 leguas desde Gatighan.