09/04/2021PIGAFETTA, 09-04-1521

Subieron a la nao el rey de Mazana y el moro en la mañana del martes. Saludó el primero al capitán general de parte del de Zubu, y explicole cómo estaba reuniendo más víveres que podía para dárselos y cómo iba a enviar a un sobrino suyo y a dos o tres de sus jefes después del almuerzo para establecer la paz. Ordenó el capitán general que uno vistiese la armadura y que les explicaran que todos nosotros combatíamos con ella. El moro se espantó mucho, pero el capitán calmábalo con la advertencia de que nuestras armas eran dulces con los amigos y ásperas con los enemigos: y que, con tan poco esfuerzo como un pañuelo enjugaba el sudor, nuestras armas derriban y destruyen a todos los adversarios y perseguidores de nuestra fe. Hizo todo esto, a fin de que el moro, que parecía más astuto que los demás, se lo repitiera al rey.

Después del yantar, acercáronse a la nao el sobrino del rey, que era príncipe, el rey de Mazana, el moro, el gobernador y el barrachel mayor, con ocho principales, para concertar con nosotros la paz. El capitán general, ocupando un trono de terciopelo encarnado; los demás principales, en sillas de cuero y los demás, en cuclillas sobre alfombras, les preguntó a través del intérprete si su costumbre era tratar en secreto o en público y si aquel príncipe y el rey de Mazana estaban capacitados para estipular la paz. Respondieron que debatían en público y que efectivamente aquellos dos hallábanse capacitados.

Disertó con amplitud el capitán sobre la paz y sobre que él rogaba a Dios que la confirmase en el cielo. Contestaron que jamás habían oído cosas semejantes y que les causaba gran placer oírle. Observando el capitán el buen ánimo con que escuchaban y respondían, empezó a tocar asuntos que los indujeran a nuestra fe.

Preguntó quién habría de suceder al rey a su muerte: enterándose de que no tenía hijos varones, sino hembras y que aquel sobrino suyo estaba casado con la mayor, por lo que era el príncipe. Y de que cuando envejecen padre o madre no se los honra ya, sino que mandan sobre ellos los propios hijos. Informoles el capitán de que Dios creara el cielo, la tierra, el mar y tantas otras cosas y de que impuso se honrara a padre y madre (que quien lo contrario hacía era condenado al fuego eterno) y de que todos descendíamos de Adán y Eva, nuestros primeros padres y de que tenemos un alma inmortal y de muchos otros puntos referentes a la fe. Alborozadísimos, le suplicaron accediera a dejarles dos hombres, uno por lo menos, para que en tal fe les instruyera y que les rendirían gran honor. Replicaba que por el momento no podía dejarles a ninguno; pero que si querían hacerse cristianos, los bautizaría nuestro preste y que en otra expedición traería clérigos y frailes que los aleccionarían en nuestra fe. Arguyeron que primero deberían hablar al rey y después convertirse en cristianos. Todos lloraban, con tanta alegría.

Habloles el capitán que no se hicieran cristianos por miedo ni por complacernos, sino voluntariamente; pues a los que quisieran vivir según sus leyes de hasta entonces, ningún daño se les haría. Aunque cristianos serían mejor vistos y halagados que los otros. Todos gritaron a una voz que no se hacían cristianos por miedo, ni por nuestra complacencia, sino por espontánea voluntad.

Entonces les dijo que, si se convertían en cristianos, les entregaba una armadura, pues su rey se lo había impuesto así. Y cómo no podían usar de sus mujeres, siendo gentiles, sin grandísimo pecado y cómo les aseguraba que, siendo cristianos, no se les aparecería más el demonio, sino en el mismo punto de su muerte. Aseguraron no encontrar respuesta para tan bellas palabras, pero a sus manos se remitían y que dispusiese de ellos como de sus más fieles servidores. El capitán, llorando, los abrazó y estrechando una mano del príncipe y una del rey entre las suyas, juroles por su fe en Dios y por su hábito de caballero que les daba la paz perpetua con España. Respondieron que juraban lo propio. Conclusas las paces, mandó el capitán que sirviesen que comer; después, el príncipe y el rey ofrendaron al capitán los presentes que traían: algunos cestillos de arroz, cerdos, cabras y gallinas y pidiéndoles disculpas por ser tales muy pobres cosas para alguien como él. El capitán regaló al príncipe un alquicel blanco de sutilísima tela, una barretina encarnada, sartas de cuentas de cristal y un vaso de vidrio dorado. Todos los cristales son apreciadísimos allí. Al rey de Mazana no le dio ningún regalo, pues se lo había hecho ya con una veste de Cambaya y otros obsequios. Más cosas repartió entre los acompañantes; a quién una, a quién otra.

Mandó después al rey de Zubu, por mediación mía y de otro, una túnica de seda amarilla y morada -a la moda turca-, una barretina encarnada de paño muy fino, collares de vidrio también. Presentando todo en bandeja de plata, más dos vasos en mano semejantes al del príncipe.

Llegando a la ciudad, encontramos al rey en su palacio con muchos hombres, sentado en tierra sobre una esterilla de palma. Sólo un taparrabos de algodón le impedía enseñar las vergüenzas; llevaba un turbante con bordados de aguja, un collar de gran precio y dos enormes ajorcas de oro con piedras preciosas.

Era gordo y pequeño, tatuado al fuego diversamente. Otra esterilla ante sí, servíale de mantel, pues estaba comiendo huevos de serpiente escudillera, servidos en dos vasijas de porcelana y tenía también cuatro jarras llenas de vino de palma, cubiertas con hierbas oloríferas. Un canuto metido en cada una le servía para, indistintamente, sorber. Tras la reverencia de rigor, hízole saber el intérprete hasta qué punto su señor le quedaba reconocido por tantos obsequios y que le mandaba aquellos otros no por corresponder sino por el amor intrínseco que le tenía. Ceñímosle la túnica, tocámosle de la barretina y le dimos parte de lo demás. Por fin, besando primero los dos vasos y poniéndomelos sobre la cabeza, se los presenté y con el mismo ceremonial él los aceptó. A seguida, nos hizo comer de aquellos huevos y beber por aquellos canutos. Y mientras, los suyos repetíanle el parlamento del capitán y su exhorto para que se hiciesen cristianos. Quería el rey que nos quedásemos para la cena; le comunicamos que nos resultaba imposible. Otorgada la licencia, nos condujo el príncipe a su mansión, donde cuatro muchachas tocaban instrumentos de música: una un tambor -casi como nosotros, pero acurrucada en tierra-, otra percutía con un bastón engordado en su extremo con tejido de palma sobre dos pedazos de metal colgados -ya en éste, ya en aquél-; la tercera, sobre otra rodela metálica mayor y del mismo modo; la última, por fin, hacía entrechocar dos bastoncillos de igual especie, a los que arrancaba sonidos muy suaves. Tan a compás actuaron, que parecían expertas en música. Eran las cuatro hermosas y blancas, casi como nuestras mujeres y de sus proporciones; salían desnudas, salvo un tejido vegetal de la cintura a la rodilla y alguna desnuda enteramente; con el pabellón de la oreja deformado por un cerquillo de madera muy largo, que se les enhebraba ahí, con la cabellera larguísima y negra, ceñida por estrecho turbante; descalzas en cualquier momento. El príncipe nos invitó a bailar con tres, desnudas de arriba a abajo. Las referidas placas de metal fabrícanse en la región del Signio Magno, que llaman también China. Úsanla por allá para lo que las campanas nosotros y tiene por nombre aghon.