El miércoles por la mañana, al haber fallecido un hombre a bordo aquella noche, bajamos el intérprete y yo a preguntar al rey dónde podríamos enterrar el cadáver. Vímosle rodeado de muchos y tras la usual reverencia, lo consulté. Respondió: "Si tanto yo como mis vasallos pertenecemos completamente a tu señor, mayormente deberá considerar suya esta tierra". Expliqué de qué forma pretendíamos consagrar el punto y notarlo con una cruz: prosiguió que le satisfacía sin disputa y que había de adorarla tal como nosotros. Fue sepultado en el centro de la plaza, tan bien como supimos: para dar ejemplo. Y la consagramos después. A la tarde, enterramos a otro. Descargamos en el pueblo mucha mercancía, situándola en una casa que el rey garantizó; así como a cuatro hombres que también quedaron, al objeto de tratar mercaderías de por grande. Viven estos pueblos con justicia; conocen las medidas y el peso. Aman la paz, el ocio y la quietud. Poseen balanzas de madera. Son: una barrilla horizontal, colgada por la mitad de una cuerda -que la sostiene-, a un extremo queda el garfio; al otro, las señales -como cuarto, tercio, libra...-. Cuando quieren pesar, toman un platillo, que cuelga de tres cordeles, como los nuestros, lo cargan con las señales, y así pesan justo. Disponen de medidoras muy grandes, sin fondo. Juegan los muchachos con la zampoña, semejante a la nuestra y la llaman subin. Las casas son de tableros y cañas, edificadas sobre estacas gordas que las separan del suelo: que son menester escaleras para subir y tienen habitaciones igual que entre nosotros. Bajo las casas guardan sus cerdos, cabras y gallinas.
Abundan por aquí los cornioles, grandes, hermosos de ver, que matan a las ballenas cuando éstas los engullen vivos. Una vez dentro de aquel cuerpo, decídense a salir de su coraza y se les comen el corazón. Que, vivos aún, suelen encontrarlos estos indígenas, junto al corazón de las ballenas muertas. Estos cornioles tienen dientes, la piel negra, el lomo y la carne blancas; por allá llámanlos laghan.