13/12/2019PIGAFETTA, 13-12-1519

Anclamos en ese puerto el día de Santa Lucía, y en tal fecha sufrimos al sol en su cenit, y más calor -tanto en aquella como en las siguientes, en el momento mollar del astro- que en cualquier otro sitio bajo la línea equinoccial.

Esta tierra de Verzin es abundantísima, mayor que España, Francia e Italia juntas; pertenece al Rey de Portugal. Sus indígenas no son cristianos, y no adoran cosa alguna. Proceden según los usos naturales, y viven ciento veinticinco años y ciento cuarenta. Andan desnudos, así hombres como mujeres; habitan en ciertas casas amplias llamadas "bohíos", y duermen en redes de algodón que denominan "hamacas", anudadas -en el interior de aquellas viviendas- de un extremo a otro, en troncos gruesos; entre las cuales encienden lumbres. En alguno de estos bohíos se junta hasta un centenar de hombres, con sus mujeres e hijos, armando gran rumor. Poseen barcas de una sola pieza -de un tronco afilado con utensilios de piedra-, llamadas "canoas". Utilizan estos pueblos la piedra como nosotros el hierro, que no conocen . En cada una de esas embarcaciones se meten treinta o cuarenta hombres, bogan con palas como de panadería, y, tan negros y afeitados, parecen los remeros de la Laguna Estigia.

Se desenvuelven los hombres y las mujeres como entre nosotros; comen carne humana, la de sus enemigos, no por considerarla buena, sino por costumbre. Inició ésta -como ley de Talión- una anciana, quien tenía un solo hijo, que fue muerto por los de una tribu rival; pasados algunos días, los de la suya apresaron a uno de los de la que le habían matado al hijo, y lo trajeron a donde se encontraba la vieja. Ella, viéndole y acordándose de su muerto, corrió hasta el muchacho como perra rabiosa, mordiéndole la espalda. Aquél, a poco, pudo huir, y mostró a los suyos la señal, como si lo fuese de que querían devorarlo. Cuando los suyos, más tarde, apresaron a alguno de los otros, se lo comieron; y los parientes de los comidos a los de los que comieran: de lo cual nació la costumbre. No se lo comen de una vez: antes uno corta una rebanada para llevársela a su vivienda y ahumarla allí; y vuelve a los ocho días para llevarse otro pedacito que comer asado entre los demás manjares..., y siempre como memoria de sus enemigos. Esto me contó Ioanne Carvagio, piloto que con nosotros venía, quien anduvo antes cuatro años por estas tierras. Esta gente se pinta a maravilla todo el cuerpo y el rostro con fuego y de distintas maneras, incluso las mujeres. Van completamente tonsos y sin barba -porque se la afeitan-. Abríganse con vestiduras de plumas de papagayo, con ruedas grandes en el culo hechas con las plumas más largas; cosa ridícula. A excepción de las mujeres y niños, ostentan todos tres agujeros en el labio inferior, de donde cuelgan piedras redondas y de un dedo de largo -unas menos, otras más-. No son negros completamente; más bien oliváceos; llevan al aire las partes vergonzosas, y carecen de vello en cualquiera. Y así hombres como mujeres, andan del todo desnudos. Llaman a su rey "cacique". Disponen de infinidad de papagayos, y cambian ocho o diez por un espejo; y gatos maimones pequeños, semejantes a los cachorros de león, pero amarillos: una preciosidad. Amasan un pan redondo, blanco, de médula de árbol, de sólo regular sabor; se halla dicha médula bajo la corteza, y parece requesón. Tienen cerdos con la particularidad del ombligo en la espalda, y grandes pájaros con el pico como un cucharón y sin lengua.

Por un hacha pequeña o un cuchillo de buen tamaño entregaban a una o dos de sus hijas como esclavas; pero a su mujer por nada la habrían dado. Ni hubiesen ellas ofendido tampoco al esposo a ningún precio. De día nada consentían a éste, sólo de noche. Ellas trabajan y cargan con toda la comida en unas mochilas de mimbre, o bien en canéforas - sobre la cabeza o a la cabeza atadas-; pero siempre con su marido cerca, y él con un arco de verzin, o de palma negra, y un haz de flechas de caña. Todo lo cual no olvidan, por ser muy celosos. Llevan las mujeres a sus hijos colgados del cuello por una red de algodón. Y callo las demás cosas para no alargarme.

Dos veces se dijo misa en aquellos lugares, ante la que guardaban ellos tamaña contrición, de rodillas y alzando juntas las manos, que era grandísimo placer verlos. Edificaron una casa para nosotros, pensando que deberíamos permanecer algún tiempo aún, y cortaron mucho verzin para regalárnoslo en la marcha. Haría cerca de dos meses que no habría llovido por allá; y, cuando alcanzábamos el puerto, por casualidad, llovió.

Por lo que dieron en decir que descendíamos del cielo, y que habíamos traído con nosotros la lluvia. Estos pueblos fácilmente se convertirían a la fe de Jesucristo. Al principio, pensaban que las lanchas fuesen hijas de las carabelas, e incluso que éstas las parían en el momento en que se soltaban por la borda sobre el mar; y, observándolas más tarde a su costado, según es uso, creían que cada carabela las amamantaba. Una hermosa joven subió un día a la nao capitana, donde me encontraba yo, no con otro propósito que el de aprovechar alguna nadería de desecho. Andando en lo cual, le echó el ojo, en la cámara del suboficial, abierta, a un clavo, largo más que un dedo; y, apoderándose de él con gran gentileza y galantería, hundiolo entero, de punta a cabo, entre los labios de su natura; tras ello, marchose pasito a pasito. Viéndolo todo perfectamente el capitán general y yo.