Al día siguiente, permanecimos en casa hasta el mediodía; luego, nos acercamos al palacio del rey a lomos de elefantes, y con los obsequios ante nosotros, como en el atardecer anterior. Así, hasta el palacio real. Aparecían todas las calles repletas de hombres con espadas, lanzas y escudos, según el rey lo ordenó.
Siempre sobre los elefantes, pisamos el patio del palacio, más tarde, a pie, una escalera - en compañía del gobernador y de otros jerarcas-, hasta penetrar en una sala grande, llena de muchos nobles, donde se nos acomodó sobre unas esteras, dejando cerca las vasijas con nuestros obsequios. Al fondo de esta sala recaía otra más alta, aunque menor, adornada enteramente por reposteros de seda, en la que abríanse dos ventanas con cortinas de brocado por las que penetraba la luz. Trescientos peones, con las espadas desnudas sobre el muslo, formaban allí la guardia del rey. Y enfrente, distinguíase una segunda abertura, cuya cortina de brocado recogiose pronto.
Vimos allá al rey, sentado a una mesa con un hijo suyo muy niño, mascando betrel; detrás, sólo sus mujeres. Aína, uno de los nobles, nos informó de que no podíamos hablar con el monarca, y que, si queríamos alguna cosa, se la dijésemos a él, quien debería retransmitirla en tal caso a otro más noble, éste a un hermano del gobernador -quien había pasado a la sala más pequeña ya-, y el gobernador, por penúltimo, la repetiría a través de una cánula que cruzaba la última pared a alguien que estaba con el rey dentro. Y nos mostró cómo debíamos hacer ante éste las tres reverencias: juntando, en cada una, sobre la cabeza las manos, y no besándonoslas después hasta haber alzado primero un pie y luego el otro. Así fue hecho, por ser aquella su reverencia real.
Le expusimos que éramos del rey de España, quien nos mandó a concertar paces, y que no pretendíamos otra cosa que poder traficar. Hizo el rey que nos dijesen que, puesto que el rey de España quería ser amigo suyo, él le hacía feliz serlo del de España; y que tomáramos agua y leña de sus estados, comerciando a nuestro gusto, además. Dímosle los presentes: ante cada uno, medio iniciaba una reverencia.
Había para todos nosotros brocatel y lienzos con oro y seda, que colocaron sobre nuestro hombro izquierdo, aunque retirándolos al punto. Sirvieron una colación de clavo y canela; y volvieron a correr la cortina y a cerrar las ventanas.
Todos los varones que vimos en palacio cubrían sus vergüenzas con telas bordadas en oro o en seda; llevaban dagas con empuñadura de oro y adornos de perlas y piedras preciosas, y sortijas a profusión.
Siempre sobre los elefantes, regresamos a casa del gobernador, precedidos ahora por sólo siete hombres con nuestros regalos.
Una vez allá, dieron a cada cual los suyos, poniéndonoslos otra vez sobre el hombro izquierdo; y nosotros, a cada cual, un par de cuchillos para compensarles el azacaneo aquel. Aparecieron en casa del gobernador nueve hombres con otras tantas hondas bandejas de madera, de parte del rey. Contenía cada una diez o doce escudillas de porcelana, llenas de carne de ternero, de capones, gallinas y otros animales, así como pesca. Cenamos en tierra, sobre una esterilla de palma, de treinta a treinta y dos platos diferentes de carne, sin contar los pescados y otras cosas. A cada bocado, nos bebíamos una copita de aquel vino destilado; copitas de porcelana, y no mayores que un huevo. El arroz y los demás alimentos dulces los tomábamos con unas cucharillas de oro de la misma forma que las europeas.
Donde dormimos esas dos noches lucían perpetuamente dos hachones de cera blanca, rematando sendos candelabros de plata más bien altos, así como dos lámparas grandes, llenas de aceite y con cuatro mechas cada una; dos hombres hallábanse al cuidado de despabilarlas.
Los elefantes volvieron, para conducirnos a la orilla del mar; de allí, en dos praos, nos dirigimos hacia las carabelas.
Está construida esa ciudad, toda, sobre agua salada, fuera de la casa del rey y las de algunos nobles; y suma veinticinco mil fuegos. Las casas son de madera, en lo alto de estacas fuertes y durante la marea alta, las mujeres cruzan en pequeñas embarcaciones para vender o comprar víveres. Ante la casa del rey, álzase un muro de ladrillos, grueso y con barbacanas, como fortaleza; y, sobre él, cincuenta bombardas de metal y seis de hierro. Durante los dos días que estuvimos allí dispararon muchas.
Aquel rey es moro y por nombre Siripada. Tenía cuarenta años y estaba gordo. No le sirven y cuidan más que mujeres, hijas de sus notables. Jamás abandona su palacio, salvo para ir de caza; nadie le puede hablar sino a través de un canuto. Rodéanle diez escribanos, que pasan su asunto a unas delgadísimas cortezas de árbol. A éstos los llaman xiritoles.