21/06/2020PIGAFETTA, 21-06-1520

A los quince días encontramos a cuatro de estos gigantes sin armas, que las tenían ocultas entre unos espinos: los dos a quienes apresamos nos las mostraban después. Cada uno iba pintado de diferente manera. El capitán general retuvo a dos -los más jóvenes y despejados- con ejemplar astucia para conducirlos a España. A haber procedido sin ella, lo probable es que alguno de nosotros no lo contara. El ardid de que se valió para retenerlos fue éste: les dio muchos cuchillos, tijeras, espejos, esquilones y cuentas de vidrio. Teniendo los dos las manos rebosantes de dichas cosas, hizo el capitán general que trajeran un par de grilletes, que se depositaron a sus pies como tratándose de un regalo; y a ellos, por ser hierro, placíales mucho. Pero no sabían cómo llevárselos, y les apenaba renunciar: no teniendo dónde guardar las mercedes, y debiendo sujetar con las manos la piel que las envolvía. Quisieron ayudarles los otros dos, pero el capitán se opuso. Viendo lo que les preocupaba abandonar aquellos grilletes, indicoles por señas que se los haría ceñir a los pies, y que así podrían llevarlos. Respondieron con la cabeza que sí. Rápidamente, y al mismo tiempo, hizo que los argollaran a los dos; y, aunque, cuando notaron el hierro transversal, les asaltó la duda, ante el gesto de seguridad del capitán permanecieron firmes. Sólo después, al comprender el engaño, bufaban como toros, pidiendo a grandes gritos a "Setebos" que les ayudara. A duras penas conseguimos maniatar a los otros dos, y fueron enviados a tierra con nueve hombres, para que condujesen a los nuestros hasta donde estaba la esposa de uno de los que habíamos apresado. Porque él la lloraba a voces, según dedujimos de sus ademanes. Al avanzar, uno consiguió liberar sus manos, y echó a correr tan velozmente que al punto se le perdió de vista. Iba en busca de los suyos, pero ni encontró en su casa a quien había dejado en cuidado de la mujer, durante su ausencia. Hubo de salir, de nuevo, en su busca, para referírselo todo. Mientras, tanto se esforzaba nuestro otro maniatado por liberarse, que hubieron de herirlo ligeramente en la cabeza; con lo que, bufando, condujo a los nuestros adonde las mujeres aguardaban. Juan Carvalho, piloto, jefe del grupo, no quiso apresar a la mujer entonces, porque anochecía, dejándola dormir en su choza. Aproximáronse los otros dos indígenas, aunque, al hacerse cargo del herido, titubeaban, y nada dijeron a la sazón. Pero, de amanecida, hablaron con las mujeres. Y, de repente, emprendieron franca huida, a todo correr, más aún los chicos que los grandes, llevándoselo todo consigo. Dos se rezagaron para disparar sus flechas sobre los nuestros; el otro preocupose de poner a salvo a aquellos cachorros con que se cazaban los animales mayores. Y, así, en combate, uno de aquellos dos atravesó de un flechazo el muslo a uno de los nuestros, y éste murió en seguida. Ante lo cual, desaparecieron rápidos. Los nuestros, aunque disponían de escopetas y ballestas, jamás les pudieron herir; pues ellos, cuando pelean, no se están quietos nunca, antes saltan de acá para allá. Enterró a su muerto nuestra cuadrilla, e incendió cuanto abandonaron los fugitivos. Ciertamente, tales gigantes corren más que un caballo, y son celosísimos de sus esposas.

Cuando a esta gente le duele el estómago, en lugar de purgarse se meten por la garganta dos palmos, o más, de una flecha y vomitan una masa verde mezclada con sangre, según comen cierta clase de cardos. Cuando les duele la cabeza, se dan un corte transversal en la frente y así en los brazos, en las piernas y en cualquier lugar del cuerpo, procurando que se desangre mucho. Uno de los que habíamos apresado, que estaba en nuestra embarcación, decía que aquella sangre no quería estarse allí y que por ello le había causado tal dolor. Llevan el pelo cortado con una gran coronilla, al modo que los frailes, pero más largo, con un cordón de algodón en torno a la cabeza, donde ajustan las flechas al partir de caza. Átanse el miembro viril entre las piernas para preservarlo del grandísimo frío. Cuando uno de ellos muere, se le aparecen diez o doce demonios bailando alegres alrededor del cuerpo, muy pintarrajeados. Por encima de ellos surge otro, mucho más grande, gritando y con más algazara aún. El que el demonio se les aparezca pintado es la razón de que se pinten ellos. Llaman al demonio mayor "Setebos"; a los otros, "Cheleulle". También nuestro prisionero me informó con ademanes, de haber visto al demonio con dos cuernos en la cabeza y pelos largos que le cubrían las piernas, y lanzar fuego por la boca y por el culo. El capitán general llamó a los de este pueblo "Patagones". Todos se visten con la piel de aquel animal ya dicho. No tienen casas, sino cobertizos de la piel del mismo animal y con ellas se mueven, de acá para acullá, como es también costumbre de los zíngaros. Aliméntanse con carne cruda y con una raíz dulce que llaman chapae. Cada uno de nuestros dos prisioneros se comía un esportón de galleta y bebía sin resollar medio balde de agua. Y zampábanse las ratas sin hacerles ascos ni a la piel.