Los dábamos ya nosotros por perdidos; primero, por la tempestad inmensa; después, porque habían transcurrido dos jornadas desde la separación e incluso, por creer señales de naufragio unos humos que nos hacían desde tierra dos marineros, a quienes ellos enviaron para avisarnos la noticia. Hallándonos en cuyos pensamientos, vimos aparecer ambas naos, inflado el velamen, y acercarse batiendo a la brisa sus banderolas. Ya junto a las nuestras, atronaron muchas bombardas y gritos; después, alineadas las cuatro, dando gracias a Dios y a la Virgen María, avanzamos en busca de más allá.
Adentrándonos por aquel estrecho, advertimos dos bocas: una al siroco, otra al garbino. El capitán general adelantó a la nao San Antonio, en compañía de la Concepción, para que viesen si la boca de la parte de siroco desembocaba en el Mar Pacífico. La nao San Antonio no quiso aguardar a la Concepción, pues se proponía huir para volver a España, lo cual hizo. Su Piloto, Esteban Gómez por nombre, odiaba sin límites al capitán general, a causa de que, antes que se aparejase nuestra escuadra, había él acudido al emperador en busca de que le diese algunas carabelas para descubrir tierras; pero, con la aparición del capitán general, Su Majestad no se las dio. En esa nave iba el otro gigante que apresáramos; pero murió apenas entraron en zona calurosa.
La Concepción, incapaz de seguirla al partir, andaba aguardándola inocentemente de una a otra parte. Ignorando que la San Antonio, aprovechando la noche, había hecho marcha atrás y recatándose junto a sus compañeras, ganado la boca por donde antes entraran. Nosotros andábamos en el empeño de explorar la de garbino. Recorriendo el estrecho detenidamente, llegamos a un río que llamamos "Río de las Sardinas", según la gran cantidad de ellas en su barra; y fuimos entreteniéndonos en todo cuatro días, por tal de hacer tiempo en que se nos unieran las otras dos naos. Durante cuyos días enviamos una lancha bien acondicionada para que otease el cabo del otro mar. Volvió, anocheciendo el tercer día y explicándonos que habían entrado el cabo, sí, y el ancho mar también. El capitán general lloró de alegría, designando a aquél "Cabo Deseado", porque lo deseamos todos tanto tiempo. Volvimos atrás en busca de las otras dos naves, pero no encontramos sino a la Concepción. Y preguntándosele dónde estaba su pareja, respondió Gioan Serrano que sólo de la que pisaba era capitán y piloto como lo fue antes de la que se perdió; pero que de la otra no sabía, ni volviera a verla jamás desde que enfilaron a siroco. Buscámosla entonces por todo el estrecho, hasta por la boca por la que había huido. Envió atrás el capitán general a la Victoria, hasta la misma entrada del estrecho, porque viese si andaba por allí; y que de no encontrarla, clavase una bandera sobre algún montículo, con una carta metida en ella y ahincada en tierra junto al mástil; de forma que, con descubrirla, encontrando la carta, supiesen el rumbo que seguíamos. Porque ésas eran nuestras órdenes estipuladas, para caso de que una nave se distanciase de las otras. Dos banderas con cartas se clavaron esta vez. Una, sobre un alcor de la primera bahía; la otra, en un islote de la tercera, materialmente lleno de lobos marinos y grandes pájaros. Aguardando el capitán general con sus dos naves que esa Victoria se le reuniera ante la desembocadura del "Río Isleo", dispuso una tercera cruz sobre un escollo frontero al río: éste bajaba entre montañas hartas de nieve y toma el mar muy cercano al "Río de las Sardinas".
Si no hubiéramos encontrado ese estrecho, tenía proyectado el capitán general descender hasta los 75 grados del Polo Antártico, pues a tal latitud y en aquella estación, no se hace nunca la noche o es muy breve: es decir, como en invierno ocurre con el día. Así Vuestra Señoría Ilustrísima me crea, que mientras permanecimos en aquel estrecho, eran las noches sólo tres horas y nos encontrábamos en octubre. Las tierras a nuestra izquierda orientábanse al siroco y eran bajas.
Llamamos a ese estrecho el "Estrecho Patagónico"; en el cual, se encuentran, cada media legua, puertos segurísimos, inmejorables aguas, leña -aunque sólo de cedro-, peces, sardinas, mejillones y apio, hierba dulce -también otras amargas-. Nace esa hierba junto a los arroyos y bastantes días sólo de ella pudimos comer. No creo haya en el mundo estrecho más hermoso ni mejor. Por este mar Océano puede practicarse la más dilectísima de las pescas.
Hay tres suertes de peces, largos como el brazo y más, que nombran dorados, albacoras y bonitos, los cuales persiguen a otros peces que vuelan, llamados "colondrinos" -largos, un palmo más también-, de óptimo sabor. Cuando los de aquellas tres especies encuentran a alguno de estos voladores, éstos, con prontitud, saltan fuera del agua y vuelan -pese a tener empapadas las alas- por trecho mayor que un tiro de ballesta. Durante cuyo vuelo córrenle los otros detrás por debajo del agua a su sombra. No acaba aún de caer el primero en el agua, que ya en un decir Jesús, lo han apresado y comido. Cosa, en verdad, bellísima de ver.
Me enseñó todas esas palabras aquel gigante que en la nao teníamos, de resultas de que, pidiéndome capac, esto es, pan -que así conocen aquella raíz que como pan usan ellos-, y oli, esto es, agua, me vio a mí escribir ambos nombres; pidiéndole después otros, pluma en mano me entendía. Una vez hice la cruz y la besé, presentándosela. Gritó al punto: "¡Setebos!", indicándome con ademanes que, si volvía a hacer la cruz, aquél me entraría en el cuerpo, haciéndome estallar. Cuando este gigante se encontró mal, pidió, en cambio, un crucifijo, abrazándolo y besándolo mucho. Quería hacerse cristiano antes de morir. Le dimos por nombre Pablo. Cuando esa gente quiere encender fuego, frota dos ramas ásperas entre sí, al objeto de que la chispa que brote prenda en cierta médula de árbol que ponen entre dichas ramas.