29/03/2021PIGAFETTA, 29-03-1521

El otro día, que era Viernes Santo, mandó a tierra el capitán general, en un esquife, al esclavo que era nuestro intérprete, para que suplicara al rey, que, si disponía de alimentos, los hiciese traer a la nave, que no quedaría desacorde de nosotros, pues como amigos recalábamos en su reino, no como enemigos. Entonces volvió el rey con seis u ocho de sus hombres en la misma embarcación y subió a la nuestra, abrazándose con el capitán general. Y le entregó tres vasijas de porcelana, cubiertas de hojas y llenas de arroz en crudo y dos doradas grandísimas y más víveres. El capitán entregó al rey una túnica de paño roja y amarilla al gusto turco y una barretina de buen lienzo, encarnada también; a los que le acompañaban, bien cuchillos, bien espejos. Hízoles luego comer y al monarca decirle por el esclavo que quería ser respecto a él casi casi es decir, hermano; respondió que así quería él igualmente. Tras ello, el capitán le enseñó paños de diversos colores, tela, corales y mucha mercancía; la artillería al cabo, haciéndola disparar. Mucho se espantaron algunos. Después hizo que un hombre se armara de coraza completa y puso a tres a su alrededor que, con espadas y puñales, le daban por todo el cuerpo: ante cuyo ejemplo quedó el rey fuera de sí. Manifestó a través del esclavo, que uno de aquellos armados valía por cien de los suyos; se le respondió que así era y que en cada nave había doscientos que se armaban de tal forma. Presentole petos, espadas y rodelas, cuya utilidad iba demostrándole un hombre. Le condujo, en fin, sobre el puente de mando en la popa e hizo que le subieran su carta de navegar y la brújula, explicándole por el intérprete cómo encontró el estrecho para pasar hasta allí y cuántas lunas siguieron sin ver tierra. Maravillose. Al despedirse, indicó que le gustaría recibir a su vez a dos hombres para enseñarles alguna de sus cosas. Respondió el capitán que de buen grado. Fui yo, con otro.

Apenas pisé tierra firme, alzó el rey las manos al cielo, volviéndose después hacia nosotros dos; escrupulosamente le imitamos e igual hicieron todos los demás. Tomome el rey de la mano; uno de sus conspicuos hizo lo propio con mi camarada y así penetramos en un cobertizo de cañas que encerraba un balangai muy largo -como de ochenta palmos de los míos-, delgado y esbelto cual góndola. Tomamos asiento en la popa de él, siempre expresándonos por ademanes. Nos rodeaba toda la tribu en pie con espadas, dagas, lanzas y escudos. Ordenó traer un plato con carne de cerdo y una jarra grande llena de vino. Bebíamos una taza de vino a cada bocado; el que le sobraba al rey alguna vez -pocas- lo vertía en otra jarra de su solo uso. Su taza aparecía cubierta siempre y nadie bebía de ella salvo él y yo. A cada trago que se disponía el rey a echar, alzaba las manos juntas al cielo y hacia nosotros; luego, antes aún de beber, avanzaba el puño izquierdo hacia mí (que al principio creí que quería darme un puñetazo). Finalmente bebía y al tocarme mi turno, yo le imitaba. Ademanes a los que inmediatamente se entregaron también los otros. Con tanto ceremonial y variadísimas señales amistosas, dimos fin a la merienda.

Comí carne en Viernes Santo, pero ¿qué iba a hacer?. Antes de la hora de la cena entregué al rey muchas cosas que había traído y escribí bastantes palabras de su lengua. Cuando el rey y los otros me vieron escribir y después repetía, leyéndolas sus palabras, quedaron atónitos. Con lo que llegó el momento de cenar. Trajeron dos platos grandes de porcelana, el uno lleno de arroz y el otro de carne de cerdo con su pringue. Cenamos entre las mismas demostraciones gesticulantes; luego fuimos al palacio real, que adoptaba la forma de una pirámide de heno y estaba recubierto completamente con hojas de higuera y de palmas. Fue edificado sobre gruesas estacas que lo distanciaban de la tierra, así que había que subir unos peldaños para entrar. Hizo que nos sentásemos sobre una esterilla de mimbres, manteniendo cruzadas las piernas como los sastres. A la media hora, trajeron un plato de pescado asado con jengibre a pedacitos alrededor, y vino. El hijo mayor del rey, que era el príncipe, apareció donde estábamos, el rey le dijo que se sentara junto a nosotros y lo hizo así. Sirvieron otros dos platos: uno de pescado en su salsa y el otro de arroz, sin más fin que el de que comiéramos también con el príncipe. Mi compañero, tras tanta comida y bebida, llegó a embriagarse. Alúmbranse con unas lámparas cuyo combustible es resina de árbol a la que llaman ánima, envuelta en hojas de palma y de higuera.

Dionos a entender el rey que quería marcharse a dormir; dejonos con el príncipe, en cuya compañía descansamos sobre las esteras de mimbre y cojines de hojarasca.